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Los encuentros con los ocupantes de los ovnis no pueden ser ignorados; son demasiado numerosos…
Doctor J. Allen Hynek.
The Ufo Report.
Historia Ignorada / Agosto 2020
Los símbolos de Pusharo

Mientras nuestro vehículo abandonaba pesadamente la ciudad del Cusco con rumbo a Pilcopata, punto de ingreso al Parque Nacional del Manu, mi mente repasaba, una y otra vez, como quien examina el contenido de una película, toda la información que había recopilado sobre la leyenda de Paititi y el “muro de los símbolos”: una enorme roca que habría sido “escrita” por los antiguos habitantes del Manu y que con su fama avivó aún más el misterio del esquivo reino selvático. Ni siquiera las traicioneras curvas y los espantosos precipicios del camino andino pudieron distraerme de mi paciente ejercicio mental. Era mi cuarta expedición en la zona siguiendo el perfume de Paititi. Traía nuevas preguntas. Y me llevaría del Manu otras tantas, como casi siempre ocurre… Aunque este nuevo viaje reunía distintos objetivos, el que más me atrapaba era volver a investigar uno de los petroglifos más desconcertantes del muro de “Pusharo”. La marca que quería volver a escudriñar es la “impresión” de una mano izquierda. Un detalle que nunca pasé por alto porque sabía que los antiguos le daban a ese símbolo un significado especial. Un mensaje que, aunque resulte increíble, podría tener algún nexo con las afirmaciones de distintos testigos de contacto con extraterrestres…

Luego de nueve horas de viaje, nuestro vehículo se detuvo en Pilcopata. Era el 13 de agosto de 2018. Hacía casi veinte años que no volvía a esta región. Puedo decir que su magia sigue intacta. Al día siguiente, retomamos el viaje en un vehículo de doble tracción para sortear los accidentados caminos de la zona y así acercarnos al embarcadero de Santa Cruz. Allí nos aguardaría un “peque peque”, una suerte de canoa motorizada que los lugareños utilizan en los grandes ríos de la selva como principal medio de transporte. Ni bien nos acomodamos con nuestro equipo el motor inició su marcha y nos impulsó por los rápidos del sagrado “Amaru Mayo”, el río Madre de Dios. Los rayos de sol pegaban fuerte y el verde impetuoso de la jungla nos abrazaba por doquier. Nuestro primer objetivo: la aldea de la comunidad machiguenga en Palotoa Teparo.

 

Los guardianes del reino prohibido

He escrito mucho sobre Paititi. Y sigo pensando que la clave para comprender este misterio se halla en lo que saben los nativos. Pero no es fácil extraer de ellos información. Los más versados sobre los secretos de la selva son los ancianos y a duras penas hablan el español gracias a las distintas misiones de los jesuitas y dominicos. Son desconfiados del hombre blanco. Incluso de sus propios coterráneos peruanos, pues la selva, claro está, es una nación dentro de otra. Pueden mostrarse amables si les caes bien y entre broma y broma podrían soltarte algún dato. Pero lo profundo, lo verdadero, se lo llevan a la tumba. Sé por qué digo esto. Solo cuando se muestran graves y serios, con el rostro adusto y la mirada llena de un brillo impactante que muestra miedo y respeto a partes iguales, es que hablan de Paititi.

Uno de los nativos que me contó cosas sobre Paititi es “Pancho”, el hijo del fallecido líder machiguenga “Cachán”. Pancho me habló de su padre y de la existencia de un “reino perdido” en mis primeras expediciones. Me aseguró que ese reino empieza en el Pongo de Meganto, un lugar hechizado y protegido según la creencia de los nativos. No en vano la palabra “Pongo” (que viene del quechua Punku) significa “puerta o lugar de ingreso”. ¿Ingreso a ese supuesto “reino”? Para los ancestros de Pancho el Meganto es el acceso hacia el reino de unos hombres puros que, siempre según su relato, viven bajo tierra. Pancho me llegó a confiar en 1996 que su padre Cachán estaba en contacto con esas gentes del intramundo, quienes le habrían prohibido a su tribu acercarse a la vigilada morada. Un lugar que, como digo, estaría más allá del Meganto. Según los machiguengas, ese santuario prohibido se halla a unos cinco o siete días de camino desde el muro de Pusharo. Ojo que estamos hablando de un cálculo nativo, estimado al paso rápido que tienen los lugareños. Como fuese, debo decir que he cruzado más de una vez ese cañón y puedo afirmar que allí, ciertamente, suceden cosas extraordinarias: las radios dejan de funcionar, se alteran la brújulas, estallan violentas tormentas  y en ocasiones una densa niebla lo cubre todo. Cuando se abandona el cañón todo vuelve a la normalidad…

"Pancho" en el cañón del Meganto. Foto by Ricardo González, 1996

Sin embargo, hasta dónde estoy informado, ninguna expedición se ha adentrado más de una semana de camino en la región exacta que marcan los nativos. Además, las autoridades del Parque Nacional del Manu tienen prohibido acercarse por la existencia de distintas tribus de “no contactados”: aquellos indios viven en medio del área reservada como hace cientos de años y son hostiles ante lo que les resulta ajeno. Incluso el guardaparque Nelson Quintanilla nos aseguró que uno de estos “no contactados” había llegado hasta el embarcadero de Santa Cruz y atacó la oficina a flechazos, hiriendo a un guardaparque. No es un asunto sencillo explorar las selvas del Manu.

Pero Cachán había advertido en su día que no hacía falta irse tan lejos para contactar con los supuestos habitantes de Paititi: el recordado líder machiguenga afirmaba que desde el muro de Pusharo se podía “entrar”... Para los machiguengas, la roca de los símbolos era como un “portal” para comunicarse con los “dioses”. Desde tiempos lejanos sus ancestros se reunían a “orar” en la roca. Hasta el día de hoy perviven relatos alucinantes que han sido recopilados por los antropólogos, en donde se describe que algunos machiguengas se vieron “tomados” por unas manos que salían de Pusharo con intención de llevarlos adentro… Esta creencia de los nativos de que “seres mitológicos” se hallan ocultos en rocas sagradas ha sido recogida por distintos investigadores (Bauer, 1994).

Un detalle curioso es que Cachán saludaba siempre con la mano izquierda. De acuerdo a la información que obtuvimos en nuestras expediciones el líder nativo había aprendido a saludar de esa forma tan peculiar por su contacto con la ya referida gente que “vive bajo tierra”. Era una suerte de “saludo iniciático”. ¿Acaso el petroglifo de la mano izquierda de Pusharo tiene algo que ver con el saludo de Cachán?

Tanto tiempo después, en este nuevo viaje, me reencontré con Pancho. Lo hallé en la comunidad de Palotoa Teparo. Sonriente y cercano,se me acercó y nos dimos un gran abrazo. No obstante Pancho y los suyos siguen reacios a tocar el tema “Paititi” con gente que no conocen. Y es entendible. Cada mes de agosto, época en que las lluvias disminuyen considerablemente, su aldea se ve infestada por todo tipo de aventureros y esotéricos. Los machiguengas los reciben con los brazos abiertos porque se ofrecen de guías y alquilan sus embarcaciones. Es trabajo para los nativos. Pero, como digo, rehúyen a entregar mayor información a los cazadores de enigmas arqueológicos. Puedo decir que los machiguengas creen que si hablan demasiado estarían traicionando a sus ancestros, ya que Paititi, para ellos, no sería una extensión del Imperio Inca en el actual Manu, sino que Paititi existía antes que los incas como un milenario reino selvático. No en vano, Julio C. Tello ―padre de la arqueología peruana― sostuvo hasta su muerte, en 1947, que el origen de las poblaciones de los Andes debe buscarse en la selva amazónica…

 

Los símbolos de Pusharo

Luego de nuestro encuentro con los machiguengas en Palotoa, enrumbamos hacia el muro de los símbolos. Nuevamente navegamos a bordo del peque peque, y en ciertos tramos, en donde el caudal del río era muy bajo, cubríamos el trayecto a pie a través de playas de cantos rodados y viejas trochas que serpentean en la selva. Mientras tanto, el peque peque, liberado de nuestro peso, remontaba el río a contracorriente con la ayuda de dos nativos. Nuestro punto de reunión era Pusharo.

Pusharo es el nombre de un fruto dulce de esta región del Manú que domina el río Sinkibenia. Según los machiguengas, así nació la denominación del muro de los símbolos. Un verdadero enigma arqueológico con el que se habría topado un cauchero en 1909, aunque el verdadero mérito de dar a conocer este hallazgo recae en el misionero dominico Vicente de Cenitagoya, pues fue quien hizo la primera descripción de los petroglifos en agosto de 1921. En 1957, como ya he mencionado en otros artículos, se sumó la expedición del esotérico y contactado norteamericano George Hunt Williamson, otrora amigo del célebre Adamski. En julio de 1969 le llegó el turno al médico arequipeño Carlos Neuenschwander Landa, un apasionado investigador de Paititi quien, al verse impedido de aterrizar con un helicóptero a su disposición en la meseta de Pantiacolla, decidió acudir a Pusharo. Un año más tarde, en 1970, el sacerdote y antropólogo A. Torrealba también estudiará los extraños grabados y los inmortalizará en distintas fotografías. Ese mismo año llegará el reconocido arqueólogo peruano Federico Kauffman Doig, quien incluirá una descripción de Pusharo en su famoso libro “Manual de la Arqueología Peruana” (Edición 1983). En un principio, muchos investigadores pensaron que los petroglifos podrían estar conectados con la civilización inca y, por lo tanto, Pusharo sería evidencia de la penetración del Imperio del Sol en la selva de Madre de Dios para construir “Paiquiquin Cusco”: una ciudad como el Cusco. ¿Los incas edificaron un santuario o ciudad en el Manu?

A pesar de que ya he escrito mucho sobre este asunto, considero conveniente volver examinar la leyenda. Esta sostiene que en las selvas de Madre de Dios ―hay que situarnos en la zona sur oriental del Perú― se construyó una ciudad de piedra, con estatuas de oro erigidas en amplios jardines. Una “ciudad dorada”. Allí moraría el último Inca secreto, un personaje que la tradición oral andina asocia con el legendario Choque Auqui, el hermano secreto de Huascar y Atahualpa. Mientras el Imperio del Sol se caía a pedazos en medio de la disputa de poder entre Huascar y Atahualpa, y con los conquistadores españoles haciéndose un festín de este más que conveniente escenario, Choque Auqui huía hacia la selva con un grupo de sacerdotes para poner en resguardo los tesoros del Cusco. Según la leyenda, esa expedición del “Príncipe Dorado” se dirigía hacia Paititi. Pasando esto en limpio: Paititi ya existía.

La historia dice que Tupac Inca Yupanqui (1441-1493), el gran conquistador inca, pretendió ampliar el Imperio del Sol hacia esas selvas del oriente peruano, contando para la empresa con más de cuarenta mil guerreros. Sin embargo, en plena jungla se encontró con diversos obstáculos, como la propia orografía del lugar que esgrime ríos torrentosos y una vegetación tupida salpicada de diversas alimañas y parásitos que habrían diezmado la expedición. Para coronar su suerte se vieron enfrentados ante tribus amazónicas aguerridas, que eran llamadas por los cronistas españoles Mojos ―ya que ellos se encontraron con el mismo problema al querer entrar en esos territorios prohibidos―, quienes no dejaron pasar la avanzada incaica. La leyenda asegura que a Tupac Inca Yupanqui no le quedó más remedio que pactar con el líder espiritual de aquellas tribus selváticas, el “Gran Yaya”, quien le permitió, finalmente, la construcción de un santuario. Se dice que este tesoro arqueológico se hallaría en la meseta del Pantiacolla, una afirmación que, dicho sea de paso, coincide con el relato de los machiguengas sobre la ubicación de Paititi. Como ya dije todo esto ha lanzado a un sinfín de expedicionarios en pos de “El Dorado”, peinando para tal propósito no solo las selvas del Perú, sino una inmensa región de Sudamérica que involucró otros países como Ecuador, Colombia, Venezuela, Brasil y Bolivia. ¿Quién es el “Gran Yaya”,  ese “Señor del Paititi” que menciona la leyenda? ¿Es acaso el fundador de un imperio amazónico que “apadrinó” a los incas?

Cuando mis ojos se posaron, una vez más, en el maravilloso muro de Pusharo, estremecí. Es una enorme cantidad de petroglifos que abarcan una superficie estimada de sesenta metros cuadrados. Algunos especialistas creen que los símbolos tienen unos cuatro mil años de antigüedad (Hostnig, Rainer y Carreño Collatupa, 2005). El denominado “Sector A” es el más conocido y también el que alberga la mayoría de petroglifos. Se halla al pie de una roca gigante que alcanza los veinticinco metros de altura. La medición del panel de petroglifos de ese sector arroja un largo de casi veinticinco metros y un alto de dos metros (tomando como referencia el suelo actual). El “Sector B” de petroglifos se abre a la derecha del muro, en donde un sendero se adentra en el bosque. El “Sector C” se halla al extremo izquierdo del muro, en un abrigo rocoso formado por la erosión fluvial. Allí los antiguos también dejaron petroglifos. Los motivos de estas figuras es muy variado, destacándose formas geométricas en alto relieve, las famosas “caritas” que tanto recuerdan grabados semejantes hallados en lugares tan diferentes como Kuelap o Rapa Nui, o soles radiantes y otras probables representaciones de índole astronómico. En medio de todo ello, claro está, la ya citada “mano izquierda”. La hallamos en medio de este laberinto de ideogramas y la volvimos a examinar. El río no había cavado el suelo de Pusharo en esta temporada y ello nos permitió alcanzar la altura del petroglifo con nuestra mano, que se hundió perfectamente en esa marca que alguien dejó, tal vez como un mensaje. No en vano ese petroglifo se deja ver solo en especiales condiciones de luz. Para la mayoría de los exploradores pasa desapercibido.

Ricardo González en el muro de Pusharo. Foto by Sol Sanfelice, 2018.

He vivido experiencias increíbles en Pusharo. Quienes conocen mi trabajo saben a qué me refiero. Aunque no es el objeto de este artículo detenerme en ellas, no puedo evitar mencionar que en este nuevo viaje nuestro grupo expedicionario, e incluso los nativos que nos acompañaron, constataron la “magia” del muro de los símbolos. “Calixto”, uno de nuestros guías machiguengas, apoyó sus manos en la roca y dijo: “tiembla, tiembla, está viva…”. A nosotros nos sucedió lo mismo…

No lo puedo explicar racionalmente, pero cuando el peregrino coloca su mano izquierda en el citado petroglifo, en el momento correcto que marca la “invitación” que lo llevó allí, un mecanismo espiritual, desconocido, se “activa” más allá del silencioso muro de piedra. Se abre, por decirlo de alguna forma, una ventana para “ver”, “sentir” y “escuchar”. Y esto último fue lo que me pasó poco después de haber estado en el muro, cuando una melodía, simple pero cautivante, empezó a surgir en mi mente cual insistente letanía que “habla”.

Espero poder compartir más detalles sobre esta experiencia en el futuro. Sé que debo organizar mis cuadernos de campo y escribir un nuevo libro sobre Paititi. Por lo pronto, los tonos del muro de Pusharo se transformaron en una composición musical que titulé “Microkosmos”. Deseo, de corazón, que esta “inspiración” les haga viajar como viajé yo dentro del muro de los símbolos…

Por cierto, la “mano de Pusharo” tiene seis dedos. Pero esa, es otra historia…

Raymundo Collazo, miembro de nuestra expedición, señala la mano de seis dedos.

 

A través de Mintaka publicamos la "melodía de Pusharo".

Se puede escuchar aquíhttps://open.spotify.com/album/2c6VsFEeaErkdYt1tQfXIG?si=WfVmVUbyQH2vyjKNebmkyQ

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