Los pormenores
Llevo muy bien las cuentas: han transcurrido veintidós años desde que escribí mi primer libro, “Los Maestros del Paititi”. Y este 2018 se cumplieron veinte años desde que el manuscrito vio la luz como un libro independiente, lanzado a pulmón en Lima; todo esto antes de que el sello Luciérnaga lo publicara en España. Han desfilado distintas ediciones desde el primer paso que dimos en Perú y hoy miro con nostalgia esta obra que lo cambió todo para mí. He decidido reeditarla, en una versión ampliada y actualizada que, por esas cosas del “destino”, viene de la mano de nuestra cuarta expedición a esas selvas, viaje que, como muchos ya saben desde hace años, programamos para el mes de agosto siguiendo específicas instrucciones de “ellos”. Espero detallar todo esto más adelante.
Las selvas del Parque Nacional del Manú se han convertido en una referencia en el mundo del misterio. Se supone que en su enmarañado bosque, atravesado por importantes cadenas montañosas, se halla la mentada Paititi, la ciudad perdida de los incas, que en realidad no sería otra cosa que un secreto subterráneo. Un secreto que nadie ha visto –al menos físicamente–, aunque sí a sus esquivos habitantes o “mensajeros”. Experiencias extraordinarias –y reales– que incomodan a los “investigadores de escritorio” que nunca caminaron en su vida en estas selvas ni interrogaron personalmente a los nativos machiguengas.
Fruto de esos contactos con los guardianes del Paititi surgieron increíbles informaciones. “Detalles” de ese mundo imposible. Siendo un muchacho de veintidós años que había penetrado en el secreto de esta selva emplazada en el sector sur oriental del Perú, me lancé a la aventura –y al “encargo”– de escribir el libro ya mencionado. En sus páginas se aprecia mi emoción como mi juventud al narrar todo lo que habíamos obtenido en la famosa expedición de 1996. Desde luego, no éramos los primeros en acudir a esa zona sagrada. El Grupo Rama ya había estado allí siete años antes, siendo su primera incursión en la zona (1989). Sin embargo, los viajes de grupos de contacto al Paititi son aún más viejos. Empezaron en los años cincuenta, impulsados por el esotérico y contactado norteamericano George Hunt Williamson, quien, basado en informaciones procedentes de las experiencias del otro célebre contactado George Adamski, y de la controvertida Dorothy Martin (Sister Thedra), acudirá al Perú en busca de los maestros intraterrenos. En su libro “El Secreto de los Andes” (1961), escrito con el pseudónimo de “Brother Philip”, Williamson describe un viaje al Paititi y se refiere al hoy famoso muro de Pusharo como un “portal” –una afirmación que comparto–: “El 10 de julio de 1957 descubrimos el legendario Portal o Roca de los Escritos en un territorio desconocido sobre el Río Sinkibenia…” (Parte VIII). En realidad los símbolos de Pusharo fueron reportados por un cauchero en 1909, pero fue el misionero dominico Vicente de Cenitagoya quien hizo su primera descripción en 1921. El mérito de Williamson fue poner este lugar en el “mapa esotérico” mundial. Y lo hizo porque, siempre según él, “seguía unas instrucciones celestes”…
Arriba: George Hunt Williamson en una foto de la época, en Machu Picchu, Cusco (para aquellos que dijeron que la visita de Williamson al Perú era un mito).
Algunos especialistas creen que los desconcertantes grabados de Pusharo tienen unos cuatro mil años de antigüedad... (Hostnig, Rainer y Carreño Collatupa, 2005).
Comparto a continuación un fragmento de mi ya citado primer libro, en donde describo, basado en las tempranas informaciones que obtuvimos en nuestra expedición de 1996, lo que se encontraría oculto en “Paititi”. Es interesante leer lo que pensábamos en esa época. Nuestro intento de entender y organizar todas las revelaciones que estaban surgiendo de nuestras experiencias de contacto e indagaciones, muchas de ellas imposibles de corroborar, pero no por ello “irreales”. Como fuese, esta singular aventura nos dio un punto de partida para caminar. Y aquí seguimos… Y Paititi vuelve a llamar…
Un lugar remoto y protegido
La llacta santa de Quañachoai –como denominan los hombres Q‘eros al Paititi– sólo abrirá sus puertas cuando los requerimientos del Plan Cósmico así lo disponga. Nadie podría profanar el centro espiritual de los Paco-Pacuris o “Guardianes Primeros”, pues ellos saben muy bien que el antiguo conocimiento, depositado en manos equivocadas, atraería una nueva y descomunal destrucción, como las que hundieron a la Atlántida y a Mu.
La ciudad estaría entonces en un lugar casi inaccesible, concentrada en el subsuelo y rodeada de una exuberante vegetación selvática que, cual pared de contención, evitaría que la persona incorrecta se aproxime. Ni siquiera los incas, con su amplia experiencia en arriesgadas expediciones, pudieron ingresar al reino secreto, salvo aquellos que posteriormente reunirían las condiciones como para lograrlo. Con ello me refiero a la peregrinación de Choque Auqui, el “príncipe dorado” inca, quien sintetizaba en su persona los más elevados ideales de un Imperio que conoció por desdicha su holocausto.
Un misterioso cañón marcaría los límites entre el retiro de los maestros y el mundo exterior. La naturaleza cobraría “magia” al cruzar el otro lado de este umbral natural, cual hechizo ancestral que prueba la firmeza del aspirante, seduciéndole a abandonar la hazaña. Ciertamente, aquel que se funde con la naturaleza, se ve libre de todo obstáculo. Incluso se le “abren” las puertas para dar finalmente con una de las entradas que le conduciría a un mundo inimaginable, y del cual, posiblemente, ya no podría regresar...
Y es que la actual humanidad aún no está preparada para develar el secreto del Paititi y del mundo subterráneo.
Además de todo esto, en la remota región selvática moran otras dificultades, como por ejemplo la presencia de una presunta tribu de antropófagos que no vacila en ultimar a aquellos que van a buscar oro o a profanar los lugares sagrados.
Sobre éste punto es apenante observar cómo algunos exploradores han asociado equivocadamente a los pacíficos indios machiguengas con la tribu salvaje antes citada. En una conocida revista limeña salió publicado un artículo titulado “La saga de los exploradores perdidos” –en agosto de 1996, mientras nosotros nos hallábamos en expedición–. En el artículo se mencionaba la desaparición de Robert Nichols, quien se aventuró en el Manú para encontrar la legendaria Paititi. Más tarde, las fotografías del japonés Y. Sekino develaron el misterio al mostrar a unos machiguengas con las gruesas medallas de los exploradores extraviados colgadas en el cuello como un trofeo... Según Sekino, ellos dieron muerte a Nichols y a sus acompañantes.
Con tristeza leímos el reportaje, ya que uno de los indios que aparecen en la fotografía es nada más y nada menos que “Pancho”, aquel amigo que ha acompañado numerosas expediciones de nuestros grupos de contacto. Obviamente que ello no fue así; quienes conocemos a los machiguengas podemos sostener que son amigables y bondadosos. Quizá las medallas fueron un regalo. No sería raro que mientras escribo estas líneas algunos de los machiguengas estén utilizando los utensilios de cocina que humildemente les obsequiamos, así como diversas prendas de vestir. Los machiguengas son conocedores del Paititi, y sólo Dios sabe cuántas personas habrán pasado por su aldea rumbo a la meseta del Pantiacolla. Recordemos que es un camino que no se encuentra libre de dificultades.
Ya desde tiempos del incanato se hablaba de los Musus –tribus guerreras denominadas “Mojos” por los conquistadores–, quienes habitaban en las selvas del Manú ofreciendo una gran resistencia a la expansión territorial de los incas. Al parecer, las expediciones españolas que más tarde se realizarían al Antisuyo incaico correrían la misma suerte. Cabe mencionar que los extraterrestres nos confirmaron que en las cercanías de la entrada real al Paititi existe una desconocida tribu selvática. El mismo Alcir nos revelaría, además, la existencia de una “gran cultura selvática” que ha dejado como testimonio diversas construcciones de piedra en la jungla. El anciano maestro nos afirmó que, en un futuro, nosotros mismos descubriríamos parte de estas edificaciones...
Es necesario aclarar que podríamos estar ante “tres formas” del Paititi: la primera podría indicar posibles construcciones incaicas en las selvas del Manú, fruto de los intentos de expansión territorial hacia el Antisuyo; la segunda señalaría construcciones de un imperio selvático, cuyos verdaderos orígenes aún nos son desconocidos; y la tercera, se refiere al Paititi subterráneo, sin duda el original y el más antiguo, sede física de los sobrevivientes de mundos hundidos, como la Atlántida. Sobre este Paititi me refiero en esta obra.
El Paititi irradia su propia energía, cual foco de iluminación que aclara el camino y despierta a las mentes dormidas. Esta radiación ha producido desórdenes electromagnéticos, afectando a helicópteros que han querido acercarse a la zona. El lector recordará que hablé de los efectos que producen estas extrañas vibraciones en las brújulas; así también, no es menos interesante la densa niebla y las espesas nubes que “esconden” al retiro; nosotros lo comprobamos, y hoy sabemos que este curioso detalle tiene un origen “artificial”.
Es impresionante observar cómo sus guardianes mantienen protegido el monasterio intraterreno; nadie puede acercarse, sólo aquel que ha sido “invitado”. Naturalmente ahora que conocemos algunos de los ingeniosos sistemas de protección del retiro, nos podría brotar la siguiente pregunta: ¿Por qué tanta prudencia y afán en evitar el arribo de algún extraño?
Máquinas antediluvianas y archivos secretos
Recapitulando, los Estekna-Manés lograron reunir algunos de los ingeniosos artefactos que pudieron sobrevivir a la destrucción de la Atlántida, almacenándolos en una determinada zona del retiro que es llamada “La Sala de Reflexión”, denominación que fue empleada como un mensaje de lo que ocurrió con esta legendaria civilización al manipular equivocadamente la tecnología que en aquel entonces se había alcanzado. Según Alcir, esas máquinas pueden lograr determinados efectos que hoy en día llamaríamos “milagros”. Esta tecnología, bien empleada, sería de gran beneficio para la medicina, ya que algunos artefactos eliminan selectivamente las células que están en proceso de degeneración. Asimismo, se cuenta con adelantados sistemas de eliminación de toxinas, ya sean éstas por ingesta de alimentos o por radiaciones nocivas. Siempre según los mensajes recibidos, una determinada serie de estas “máquinas atlantes” permite aprovechar la energía telúrica, almacenándola y convirtiéndola en una fuente de poder. También existen otras máquinas diseñadas para la canalización de energías provenientes del espacio; algunas de ellas las tienen en funcionamiento para que la radiación cósmica “ingrese” a través de la Cordillera de los Andes, procurando de esta forma la “activación de Sudamérica”. Antiguamente esta activación con energías cósmicas se llevó a cabo en Oriente, teniendo a los Himalayas como antena natural mientras las máquinas se hallaban en la base de la cordillera, en recintos subterráneos perfectamente acondicionados. Ahora, los Himalayas están en su período de sueño; Sudamérica empezaría entonces a despertar. Esta Energía Activadora, lejos de lo que uno podría pensar, no “cambia de posición”, sino que ésta, que llega a todo el planeta, es concentrada en un lugar para conseguir con ello un efecto determinado; es como tomar una lupa de aumento que, colocada en un ángulo correcto en medio de la luz del Sol, concentra la energía multiplicando su fuerza y luminosidad. Es decir: hay procesos energéticos, ciclos naturales en el cosmos y en nuestro planeta que antiguas civilizaciones avanzadas supieron aprovechar para orientar estas fuerzas hacia fines específicos.
Es probable que al referirme a estas maravillosas máquinas el lector se imagine una especie de caja de metal con tornillos y tuercas. Obviamente, al hablar de una tecnología de una civilización superior, nos encontramos ante cosas nuevas y extrañas. Las máquinas de canalización –y que también se utilizan para irradiar la energía almacenada– se asemejan más bien a unos gigantescos “espejos”. Su poder es asombroso. Todos estos adelantos técnicos, en manos fanáticas y ambiciosas de poder, producirían una catástrofe al ser mal empleados. Por ello el celo de estos seres es grande, procurando mantener en un lugar seguro la tecnología que habrá de utilizar el hombre cauto y consciente.
Quizá el lector se pregunte qué ocurrió con las máquinas que no fueron llevadas al mundo subterráneo y porqué no se han hallado. La búsqueda es indócil; como hemos visto, la geografía terrestre ha venido cambiando a lo largo del tiempo y muchas de estas máquinas se encuentran perdidas en lugares casi inaccesibles. El terreno donde se llevan a cabo las investigaciones arqueológicas es muy reducido: quitemos los grandes desiertos de la Tierra –no es sencillo hacer una excavación en el corazón del Sahara o en el desierto de Gobi–; los océanos, cuyas profundidades siguen siendo un misterio hasta para nuestros submarinos nucleares; las intrincadas selvas de nuestro mundo; y las insólitas alturas de las cadenas montañosas, entre otros lugares ¿qué nos quedaría?, y como podrá deducir el lector nadie se animaría a buscar supuestas máquinas atlantes en los puntos antes citados. Además, quitemos también las ciudades –recordemos que en México se halló un túnel Azteca mientras se llevaban a cabo las obras del metro–; en conclusión, puedo afirmar que existen muchos lugares en nuestro planeta que aún no mostrarán sus secretos...
Ahora bien, los recintos subterráneos de la esquiva “Hermandad Blanca” no sólo guardan los avanzados artefactos, sino que custodian cosas más importantes y poderosas: la eterna sabiduría se constituye en el tesoro más preciado.
Los archivos históricos de antiquísimas civilizaciones, que nuestra ciencia considera un delirio, como la esotérica “Mu” –por citar sus otros nombres: la Hiva de los Rapa Nui o la Kasskara de los indios hopi–, y la propia Atlántida, que datan desde tiempos inmemoriales, se hallarían reunidos en las galerías intraterrenas del Paititi y en otros santuarios semejantes repartidos en el mundo. Asimismo, los archivos perdidos del Imperio Inca y de otras culturas que aún nos son desconocidas, se hallan también en este mundo interior oculto en la selva peruana...